Wednesday, November 13, 2013

Doby y La Rana by MAYLIN CARRETERO ALBERICH

DOBY Y LA RANA              /De la serie Amigos Para Siempre /

Adoro los perros.  De niña ya me gustaban.  De adulta comencè a criarlos y a conocerlos mejor.  Este conocimiento despertò un profundo amor y fortaleciò un gran sentimiento de protecciòn,  de piedad y admiración ante seres que como bien señalara Charles Darwin: ^Son capaces de amarnos màs que a sì mismos^. 
Por eso cuando Doby entrò a mi traspatio acompañada de su madre y una hermana no las rechacè.  Su madre, Guardiana, era una perra amarilla fuerte y de talla mediana que se habìa adueñado del lugar hacìa tres años.  A pesar de ser un extrañìsimo caso por su conducta de rechazo a todas las personas y no permitir  jamàs acercamientos de ningun tipo, mi esposo y yo la protegíamos y alimentàbamos.  Solamente habìa parido una vez en una buena casita que le construimos para su refugio.  No obstante  èsto los perritos murieron casi recièn nacidos. 
Mi sentido de la responsabilidad ante los animales me habìa hecho intentar una y otra vez acercarme, tocarla, entablar amitad y confianza para poder entonces llevarla al veterinario para operarla, procedimiento que se hace por mìnimo acceso y relativa facilidad, dejando la perra libre del molesto y peligroso celo –ya que los perros que las cortejan en la calle muchas veces les trasmiten enfermedades venèreas que ocasionan la muerte.
El traspatio nuestro hace esquina y del otro lado de la cerca esta la calle.  Guardiana entraba y salìa cuando querìa y a veces durante largos perìodos sòlo  venìa a comer y beber de una cazuela que le mantenìa  limpia y llena de agua.
Cuando Doby llegò era una cachorra largarucha, de pelo corto color ladrillo oscuro y las mismas marcas màs claras de un Dobermann.  Su hermana era de pelo largo, sedoso, casi blanco moteado de gris.  En nada se parecìan, ni siquiera en el carácter pues ^Pelu^, que asì la llamamos, era muy cariñosa y juguetona,  lo que facilitò poder regalarla a una familia que la cuidò bien.
Con el tiempo, Doby creciò màs que su madre.  Era corpulenta, hermosa, callada y arisca pero cuidaba su territorio de noche.  Guardiana cada vez desaparecìa por màs tiempo hasta que un dìa no volviò .   Mi esposo y yo averiguamos todo lo que pudimos sin saber què le sucediò realmente. 
La desaparición de Guardiana y la frustración afectiva que dejò en nosotros nos impulsò a redoblar esfuerzos por conquistar la confianza de Doby.  ¡Nada resultò¡  Mientras màs nos esforzàbamos, màs lejana y distante parecìa.  Comenzò a obsesionarme un poco la idea de no poder entablar una relaciòn de amistad que me permitiera protegerla como es debido, vacunàndola contra enfermedades, desparasitàndola y operàndola para evitar camadas de cachorros sin raza que, en la mayorìa de los casos, la gente coge por embullo y lanza a la calle luego al primer contratiempo, a engrosar el ejèrcito de infelices y enfermos perros callejeros. 
El traspatio era grande, lleno de àrboles frutales y algunas bonitas plantas de jardìn que crecìan en acogedor desorden.   A Doby le encantaba dormir debajo de un macizo de malangas que la ocultaba completamente.  A veces tambièn se echaba  bajo un entramado de verdes y amarillas aralias y crotos multicolores que crecìan en apretado follaje en ambas partes de la cerca.  En esas ocasiones en que dormìa profundamente nunca pude tocarla por el ruido que hacìa al apartar las ramas.  Me asombraba el miedo que reflejaban sus ojos al verme cerca.    Corrìa entonces hasta ponerse a una distancia prudencial donde se sentìa segura.  Por lo que habìa leìdo de comportamiento animal,  esta distancia  de seguridad era algo que respetaban todos los animales en estado salvaje en cualquier habitat.   Konrad  Lorenz, padre de la etologìa, que es la ciencia que estudia el comportamiento animal, llamò a èsto ^distancia de fuga^.  El que traspasa esa frontera imaginaria, es animal muerto.  Esa distancia igualmente permite que puedan coexistir en un mismo territorio cebras, antílopes y jirafas con leones, tigres y panteras, en relativa armonìa natural.
El primer celo de Doby atrajo al traspatio varios perros callejeros o de vecinos, que al dejarlos deambular a su antojo, estaban propensos a adquirir  enfermedades.  Arreglamos la cerca para impedir su entrada pero de nada valiò,  siempre algunos lograban romperla o saltarla y entrar.   Por miedo a que enfermara o tuviera una camada de cachorros indeseados, redoblè mis esfuerzos de acercamiento,con la vista puesta en una futura operación.  Entonces comenzò a escapar a la calle, seguida de sus pretendientes y regresaba de noche, cansada de andar el barrio.  Ella era una perra tranquila, acostumbrada sòlo a la compañìa de su madre.  Los perros la acosaban y ella les huìa, pero impulsados por el instinto de reproducción  eran imposibles de someter o controlar.  El resultado de tal experiencia fue un embarazo que se malogrò casi a su tèrmino.  Entonces perdiò el pelo en zonas del cuerpo y quedò triste, delgaducha y sin apetito.  En esos dias de enfermedad le llevè  bocados màs sabrosos,  mezclè vitaminas en sus alimentos y logrè un mayor entendimiento.  Ya me permitìa acercarme bastante y aprendiò a comer pedacitos de carne de mis dedos.  Se acercaba a mi mano cuando le enseñaba los trozos y con un bailecito de indecisión, los cogìa.  ¡Avanzaba¡
Una tormenta estropeò su casita  quedàndose  sin refugio.  Vi la tristeza otra vez en su mirada y actitud.  Nuestro hijo,  que tambièn ama a los perros y estaba pasàdose unos dias en casa, con mucho ingenio y algunos materiales le preparò  un magnìfico albergue, bien acomodado  y cerrado donde le puse dos gruesos  sacos que la abrigaran.
Doby  comprendìa cuànto hacìamos por ella y a su manera huidiza, nos querìa y agradecìa.  Una tarde plomiza y frìa , luego de alimentarla, regresè al lugar con un trozo de colcha viejo para acomodarla mejor.  Habìamos cubierto el techo de metal acanalado con dos nylons tan grandes como gruesos, que caìan a la entrada en improvisada cortina,  por lo que tenìa que agacharme para arreglar la colcha dentro.  ¡Ella estaba acostada y no huyò¡   Con cuidado arrebujè  la colcha a su alrededor y le acariciè las patas.  Siempre le hablaba con cariño para que percibiera el tono suave de mi voz.   Esa tarde sentì que ambas èramos felices con aquella extraña amistad.
Dias después tuve otra oportunidad semejante y pude acariciarle la cara.  Al sentir mi mano  y escuchar mi voz no huyò pero…ladeò el hocico para no verme, como aceptando aquel intercambio en un enorme esfuerzo por mostrarme tambièn su afecto.
Comprendì entonces que el problema de Doby era un temor innato al ser humano y pensè que tal vez le sucedìa con nosotros como a mi con las ranas,  que sentìa un verdadero  terror irracional hacia ellas.  Desde niña jamàs tuve miedo de ningún animal.  De adulta le quitaba a mis gatas las lagartijas que cazaban, devolvièndolas a las ramas de los àrboles, o cogìa con sumo cuidado las enormes arañas que a veces entraban a mi casa desde el patio, usando un recogedor y una escobilla de nylon suave, soltàndolas en el traspatio.   Hasta salvaba algun que otro majà o jubo cuando mi pareja de perros Dobermann los atrapaban.   Sòlo las ranas producìan en mi aquella aversión incontrolable, a pesar de lo cual jamàs  permitìa que las dañaran.  Me daba cuenta que eran inofensivas, beneficiosas pues se comìan los insectos dañinos al hombre, pero… ¡Me era imposible acercarme a ellas¡
Esa noche tuve una pesadilla que por la belleza del lugar y la paz que allì sentì, màs bien debo calificar de sueño.  Yo andaba por un hermoso bosque donde habìa frutos de todo tipo, un claro  riachuelo y un inmenso árbol en cuyo tronco encontrè una limpia  hoquedad donde me recostè a mirar còmo el sol que se filtraba por las ramas convertìa el lugar en magnìfico concierto de colores.    De pronto, unas gigantescas ranas pasaron croando a bañarse al rìo.  Me vieron y sentì terror por su tamaño pero al instante comprendì  que jamàs me harìan daño.  Croaron suavemente ente ellas y percibì en el oro de sus ojos y en la ancha abertura de sus bocas lo que pudiera definir como sonrisas.
Pocos dias después de mi extraño sueño Doby enfermò.  Dejò de comer, apenas caminaba por el lugar y sòlo salìa de su casa a  tumbarse al sol donde quedaba como aletargada.  Yo sospechaba que los perros le habìan trasmitido una infecciòn y redoblè mis cuidados e intentos de acercamiento.  Un veterinario amigo le indicò un antibiòtico fuerte en tabletas ya que no habìa forma de inyectarla.  Coincidimos en opinar que si la  atrapàbamos a la fuerza, tarde o temprano lograrìa escapar y por miedo, se irìa lejos del ùnico lugar donde obtenìa protecciòn y posibilidades de recuperarse.  Fueron dias de sufrimiento para ambas.  Ella por sentirse mal y enferma,  yo por intentar una y otra vez darle los medicamentos y alimentarla sin lograrlo.  Probè poner sus tabletas en todo tipo de bocados deliciosos, de sabor y olor que hubieran hecho las delicias de cualquier perro y hasta de personas.  Mi esposo comprò los medicamentos en abundancia para que, a pesar de mis mùltiples pruebas,  èstos no faltaran.  Nada daba resultados.  Me sentìa desesperada e impotente.   Veìa còmo se debilitaba sin poder hacer nada.  Desgraciadamente,  en este paìs no hay clìnicas veterinarias donde se pueda ingresar un perro como en casi todos lo lugares del mundo,   donde se instalan  en huacales o recintos con toda seguridad y los pueden atender y medicar hasta su recuperaciòn, sin el menor peligro de escapar.   Hubièramos dado o pagado cualquier cosa por salvarla.  Yo, porque ya la amaba mucho, mi esposo porque es un ser maravilloso que ama todo lo que yo amo.
Una tarde algo frìa, casi al anochecer le llevè hasta su casa una manta mìa  de lana y un platillo especial,   aunque sabiendo de antemano que lo rechazarìa.  Me mirò con amor y por primera vez dentro de su casa y vièndome tan cerca, meneò débilmente la cola.  Aquèllo fuè màs de lo que pude soportar,  me sentè delante de su puerta con el platillo en mis piernas y  llorè, llorè y llorè desconsoladamente.
Esa noche soñè otra vez que estaba en el bosque.  Sabìa que pertenecìa a aquel lugar y de una manera inconsciente, sin reconocerme apenas como ser humano, era feliz.  Feliz de forma lùdica y poco racional, pero feliz.  Sabìa tambièn que las enormes ranas entraban y salìan en el bosque dejando para mi frutas maduras, dulces y jugosas.  Sabìa que me protegìan, que me querìan.  Una de ellas, la que croaba màs suave, siempre intentaba acercarse, tocarme, estrechar el vìnculo de amistad que nos unìa.  Yo sabìa que de ella para mi todo lo que venìa era bueno, lo sentìa.  Pero me era imposible dominar mi absurdo miedo  Me avergonzaba no poder corresponder y  me ovillaba en el hueco del gran árbol oyedo còmo croaba dulcemente en mi puerta.
Una tarde en que  sentì mucho frìo y sueño,  la rana me cubriò con lanosas cortezas de árbol y enormes y gruesas hojas.  Me miraba con sus redondos ojos dorados con infinita pena.  Se echò a la entrada y comenzò a croar lastimeramente.  Yo quise decirle que tambièn la amaba y alarguè mi mano  sin llegar a tocarla.  Ella comprendìa que para mi eso era imposible pero que la querìa, la querìa como al bosque mismo, como a la limpia corriente del rìo, como al sol que se filtraba en mil colores a travès de las ramas de los àrboles.  La noche se cerrò y yo me dormì  escuchando aquel croar tierno y dolorido donde nos reconocíamos, distintas y distantes, pero unidas para siempre por el amor.

FIN

Nota:  Este cuento, al igual que los demàs de la serie  ^Amigos Para Siempre^, esta basado en hechos reales.

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