DOBY Y LA RANA
/De la serie Amigos Para Siempre /
Adoro los perros. De niña ya me gustaban. De adulta comencè a criarlos y a conocerlos
mejor. Este conocimiento despertò un profundo
amor y fortaleciò un gran sentimiento de protecciòn, de piedad y admiración ante seres que como
bien señalara Charles Darwin: ^Son capaces de amarnos màs que a sì
mismos^.
Por eso cuando Doby entrò a mi traspatio
acompañada de su madre y una hermana no las rechacè. Su madre, Guardiana, era una perra amarilla
fuerte y de talla mediana que se habìa adueñado del lugar hacìa tres años. A pesar de ser un extrañìsimo caso por su
conducta de rechazo a todas las personas y no permitir jamàs acercamientos de ningun tipo, mi esposo
y yo la protegíamos y alimentàbamos.
Solamente habìa parido una vez en una buena casita que le construimos
para su refugio. No obstante èsto los perritos murieron casi recièn
nacidos.
Mi sentido de la responsabilidad ante los
animales me habìa hecho intentar una y otra vez acercarme, tocarla, entablar
amitad y confianza para poder entonces llevarla al veterinario para operarla,
procedimiento que se hace por mìnimo acceso y relativa facilidad, dejando la
perra libre del molesto y peligroso celo –ya que los perros que las cortejan en
la calle muchas veces les trasmiten enfermedades venèreas que ocasionan la
muerte.
El traspatio nuestro hace esquina y del otro
lado de la cerca esta la calle.
Guardiana entraba y salìa cuando querìa y a veces durante largos
perìodos sòlo venìa a comer y beber de
una cazuela que le mantenìa limpia y
llena de agua.
Cuando Doby llegò era una cachorra largarucha,
de pelo corto color ladrillo oscuro y las mismas marcas màs claras de un
Dobermann. Su hermana era de pelo largo,
sedoso, casi blanco moteado de gris. En
nada se parecìan, ni siquiera en el carácter pues ^Pelu^, que asì la llamamos,
era muy cariñosa y juguetona, lo que
facilitò poder regalarla a una familia que la cuidò bien.
Con el tiempo, Doby creciò màs que su
madre. Era corpulenta, hermosa, callada
y arisca pero cuidaba su territorio de noche.
Guardiana cada vez desaparecìa por màs tiempo hasta que un dìa no volviò
. Mi esposo y yo averiguamos todo lo
que pudimos sin saber què le sucediò realmente.
La desaparición de Guardiana y la frustración
afectiva que dejò en nosotros nos impulsò a redoblar esfuerzos por conquistar
la confianza de Doby. ¡Nada
resultò¡ Mientras màs nos esforzàbamos,
màs lejana y distante parecìa. Comenzò a
obsesionarme un poco la idea de no poder entablar una relaciòn de amistad que
me permitiera protegerla como es debido, vacunàndola contra enfermedades,
desparasitàndola y operàndola para evitar camadas de cachorros sin raza que, en
la mayorìa de los casos, la gente coge por embullo y lanza a la calle luego al
primer contratiempo, a engrosar el ejèrcito de infelices y enfermos perros
callejeros.
El traspatio era grande, lleno de àrboles
frutales y algunas bonitas plantas de jardìn que crecìan en acogedor
desorden. A Doby le encantaba dormir
debajo de un macizo de malangas que la ocultaba completamente. A veces tambièn se echaba bajo un entramado de verdes y amarillas
aralias y crotos multicolores que crecìan en apretado follaje en ambas partes
de la cerca. En esas ocasiones en que
dormìa profundamente nunca pude tocarla por el ruido que hacìa al apartar las
ramas. Me asombraba el miedo que
reflejaban sus ojos al verme cerca.
Corrìa entonces hasta ponerse a una distancia prudencial donde se sentìa
segura. Por lo que habìa leìdo de
comportamiento animal, esta
distancia de seguridad era algo que
respetaban todos los animales en estado salvaje en cualquier habitat. Konrad
Lorenz, padre de la etologìa, que es la ciencia que estudia el
comportamiento animal, llamò a èsto ^distancia de fuga^. El que traspasa esa frontera imaginaria, es
animal muerto. Esa distancia igualmente
permite que puedan coexistir en un mismo territorio cebras, antílopes y jirafas
con leones, tigres y panteras, en relativa armonìa natural.
El primer celo de Doby atrajo al traspatio
varios perros callejeros o de vecinos, que al dejarlos deambular a su antojo,
estaban propensos a adquirir
enfermedades. Arreglamos la cerca
para impedir su entrada pero de nada valiò,
siempre algunos lograban romperla o saltarla y entrar. Por miedo a que enfermara o tuviera una
camada de cachorros indeseados, redoblè mis esfuerzos de acercamiento,con la
vista puesta en una futura operación.
Entonces comenzò a escapar a la calle, seguida de sus pretendientes y
regresaba de noche, cansada de andar el barrio.
Ella era una perra tranquila, acostumbrada sòlo a la compañìa de su
madre. Los perros la acosaban y ella les
huìa, pero impulsados por el instinto de reproducción eran imposibles de someter o controlar. El resultado de tal experiencia fue un
embarazo que se malogrò casi a su tèrmino.
Entonces perdiò el pelo en zonas del cuerpo y quedò triste, delgaducha y
sin apetito. En esos dias de enfermedad
le llevè bocados màs sabrosos, mezclè vitaminas en sus alimentos y logrè un
mayor entendimiento. Ya me permitìa
acercarme bastante y aprendiò a comer pedacitos de carne de mis dedos. Se acercaba a mi mano cuando le enseñaba los
trozos y con un bailecito de indecisión, los cogìa. ¡Avanzaba¡
Una tormenta estropeò su casita quedàndose sin refugio.
Vi la tristeza otra vez en su mirada y actitud. Nuestro hijo,
que tambièn ama a los perros y estaba pasàdose unos dias en casa, con
mucho ingenio y algunos materiales le preparò
un magnìfico albergue, bien acomodado y cerrado donde le puse dos gruesos sacos que la abrigaran.
Doby
comprendìa cuànto hacìamos por ella y a su manera huidiza, nos querìa y
agradecìa. Una tarde plomiza y frìa ,
luego de alimentarla, regresè al lugar con un trozo de colcha viejo para
acomodarla mejor. Habìamos cubierto el
techo de metal acanalado con dos nylons tan grandes como gruesos, que caìan a
la entrada en improvisada cortina, por
lo que tenìa que agacharme para arreglar la colcha dentro. ¡Ella estaba acostada y no huyò¡ Con cuidado arrebujè la colcha a su alrededor y le acariciè las
patas. Siempre le hablaba con cariño
para que percibiera el tono suave de mi voz.
Esa tarde sentì que ambas èramos felices con aquella extraña amistad.
Dias después tuve otra oportunidad semejante y
pude acariciarle la cara. Al sentir mi
mano y escuchar mi voz no huyò
pero…ladeò el hocico para no verme, como aceptando aquel intercambio en un
enorme esfuerzo por mostrarme tambièn su afecto.
Comprendì entonces que el problema de Doby era
un temor innato al ser humano y pensè que tal vez le sucedìa con nosotros como
a mi con las ranas, que sentìa un
verdadero terror irracional hacia
ellas. Desde niña jamàs tuve miedo de
ningún animal. De adulta le quitaba a
mis gatas las lagartijas que cazaban, devolvièndolas a las ramas de los
àrboles, o cogìa con sumo cuidado las enormes arañas que a veces entraban a mi
casa desde el patio, usando un recogedor y una escobilla de nylon suave,
soltàndolas en el traspatio. Hasta
salvaba algun que otro majà o jubo cuando mi pareja de perros Dobermann los
atrapaban. Sòlo las ranas producìan en
mi aquella aversión incontrolable, a pesar de lo cual jamàs permitìa que las dañaran. Me daba cuenta que eran inofensivas,
beneficiosas pues se comìan los insectos dañinos al hombre, pero… ¡Me era
imposible acercarme a ellas¡
Esa noche tuve una pesadilla que por la
belleza del lugar y la paz que allì sentì, màs bien debo calificar de
sueño. Yo andaba por un hermoso bosque
donde habìa frutos de todo tipo, un claro
riachuelo y un inmenso árbol en cuyo tronco encontrè una limpia hoquedad donde me recostè a mirar còmo el sol
que se filtraba por las ramas convertìa el lugar en magnìfico concierto de
colores. De pronto, unas gigantescas
ranas pasaron croando a bañarse al rìo.
Me vieron y sentì terror por su tamaño pero al instante comprendì que jamàs me harìan daño. Croaron suavemente ente ellas y percibì en el
oro de sus ojos y en la ancha abertura de sus bocas lo que pudiera definir como
sonrisas.
Pocos dias después de mi extraño sueño Doby
enfermò. Dejò de comer, apenas caminaba
por el lugar y sòlo salìa de su casa a
tumbarse al sol donde quedaba como aletargada. Yo sospechaba que los perros le habìan
trasmitido una infecciòn y redoblè mis cuidados e intentos de
acercamiento. Un veterinario amigo le
indicò un antibiòtico fuerte en tabletas ya que no habìa forma de
inyectarla. Coincidimos en opinar que si
la atrapàbamos a la fuerza, tarde o
temprano lograrìa escapar y por miedo, se irìa lejos del ùnico lugar donde
obtenìa protecciòn y posibilidades de recuperarse. Fueron dias de sufrimiento para ambas. Ella por sentirse mal y enferma, yo por intentar una y otra vez darle los
medicamentos y alimentarla sin lograrlo.
Probè poner sus tabletas en todo tipo de bocados deliciosos, de sabor y
olor que hubieran hecho las delicias de cualquier perro y hasta de
personas. Mi esposo comprò los
medicamentos en abundancia para que, a pesar de mis mùltiples pruebas, èstos no faltaran. Nada daba resultados. Me sentìa desesperada e impotente. Veìa còmo se debilitaba sin poder hacer
nada. Desgraciadamente, en este paìs no hay clìnicas veterinarias
donde se pueda ingresar un perro como en casi todos lo lugares del mundo, donde se instalan en huacales o recintos con toda seguridad y
los pueden atender y medicar hasta su recuperaciòn, sin el menor peligro de
escapar. Hubièramos dado o pagado
cualquier cosa por salvarla. Yo, porque
ya la amaba mucho, mi esposo porque es un ser maravilloso que ama todo lo que
yo amo.
Una tarde algo frìa, casi al anochecer le
llevè hasta su casa una manta mìa de
lana y un platillo especial, aunque
sabiendo de antemano que lo rechazarìa.
Me mirò con amor y por primera vez dentro de su casa y vièndome tan
cerca, meneò débilmente la cola. Aquèllo
fuè màs de lo que pude soportar, me
sentè delante de su puerta con el platillo en mis piernas y llorè, llorè y llorè desconsoladamente.
Esa noche soñè otra vez que estaba en el
bosque. Sabìa que pertenecìa a aquel
lugar y de una manera inconsciente, sin reconocerme apenas como ser humano, era
feliz. Feliz de forma lùdica y poco
racional, pero feliz. Sabìa tambièn que
las enormes ranas entraban y salìan en el bosque dejando para mi frutas
maduras, dulces y jugosas. Sabìa que me
protegìan, que me querìan. Una de ellas,
la que croaba màs suave, siempre intentaba acercarse, tocarme, estrechar el
vìnculo de amistad que nos unìa. Yo
sabìa que de ella para mi todo lo que venìa era bueno, lo sentìa. Pero me era imposible dominar mi absurdo
miedo Me avergonzaba no poder
corresponder y me ovillaba en el hueco
del gran árbol oyedo còmo croaba dulcemente en mi puerta.
Una tarde en que sentì mucho frìo y sueño, la rana me cubriò con lanosas cortezas de
árbol y enormes y gruesas hojas. Me
miraba con sus redondos ojos dorados con infinita pena. Se echò a la entrada y comenzò a croar
lastimeramente. Yo quise decirle que tambièn
la amaba y alarguè mi mano sin llegar a
tocarla. Ella comprendìa que para mi eso
era imposible pero que la querìa, la querìa como al bosque mismo, como a la
limpia corriente del rìo, como al sol que se filtraba en mil colores a travès
de las ramas de los àrboles. La noche se
cerrò y yo me dormì escuchando aquel
croar tierno y dolorido donde nos reconocíamos, distintas y distantes, pero
unidas para siempre por el amor.
FIN
Nota:
Este cuento, al igual que los demàs de la serie ^Amigos Para Siempre^, esta basado en hechos
reales.
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